En menos de tres meses Marco Navarro pasó de gerenciar una agencia de comunicación y publicidad a criar pollos y sembrar hortalizas en el patio de su casa de la ciudad ecuatoriana de Cuenca para pagar la hipoteca y el colegio privado de sus hijos y mantener el hogar. También empezó a padecer episodios recurrentes de insomnio, aunque no sabe si son producto de las preocupaciones económicas por la quiebra de la empresa o una secuela de la covid que afectó a su familia.
La pandemia borró la bonanza de años anteriores con cuyas ganancias compró a crédito la vivienda de sus sueños, que incluye un espacio amplio para que los niños jueguen, un jardín pequeño y árboles frutales al costado. Por la crisis, del presupuesto se eliminaron las vacaciones, la ropa nueva, los juguetes, el gimnasio y las reparaciones del vehículo. El carrito del mercado también se enflaqueció; ya no tiene golosinas ni productos que no sean indispensables. Pero gracias a la amplitud del terreno, Marco y Carmen, su esposa, montaron la huerta y el gallinero y aunque no les sobra nada, él dice que “al menos comida no falta”. Ahora él está arrancando de nuevo en un trabajo que consiguió después de un año, pero sigue durmiendo mal. Las heridas dejadas por la crisis siguen abiertas y les falta tiempo para cicatrizar.
No hay duda de que la covid golpeó con mayor fuerza a los más pobres, pero también es cierto —y poco se ha escrito sobre ello— que la crisis social y económica aparejada a ella provocó una caída sin precedentes en la calidad de vida y el bienestar de las clases medias latinoamericanas. Diversas entidades ya habían registrado un estancamiento en los avances socioeconómicos en los cinco años previos. Pero la pandemia aceleró el deterioro hasta el punto de que el Banco Mundial estima que durante el primer año los países retrocedieron dos décadas en reducción de la pobreza y equidad. Según el organismo, entre 2019 y 2020, la clase media se contrajo de 38,4 a 37,3 por ciento, una merma que contrasta con 2018, cuando por primera vez el número de hogares en este estrato superaba el de hogares en situación de pobreza o de vulnerabilidad.
Describir la clase media es complejo. Es una franja amplia donde caben desde obreros calificados que ganan salarios cercanos al mínimo decretado en sus países, que no pasan hambre, tienen techo y servicios básicos, hasta profesionales acomodados con acceso a créditos bancarios, seguros médicos particulares, posibilidades de viajar y capacidad de ahorro. El Banco Mundial sitúa en esa zona a quienes devengan entre 13 y 70 dólares diarios.
Ese sector de ingresos heterogéneos es un soporte importante de la economía: aporta fuerza de trabajo al sistema productivo, paga impuestos y, sobre todo, sostiene y dinamiza el consumo gracias a su capacidad de gasto. Por eso, cualquier afectación en el campo económico y el cierre de empresas —podría llegar al 20 por ciento según la estimación de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Cepal— repercuten en hogares como el de la familia Navarro. La caída en sus ingresos amenaza con ampliar la brecha de desigualdad y la precarización laboral.
La clase media es también un indicador de progreso y avances en equidad y ejercicio de los derechos humanos. En la medida en que las personas se consolidan en ese segmento de la pirámide socioeconómica, son más educadas, con mayores posibilidades de decidir y de tener empleos calificados. Así contribuyen a pasar de ser sociedades basadas en la producción de bienes primarios, en las industrias extractivas, con poca cualificación de la masa laboral, a ser sociedades basadas en el conocimiento.
Aunque la pandemia afectó a todos los estratos sociales, la situación de la clase media es más difícil que la de los extremos de la pirámide, pues aunque la benefician algunas medidas estatales, estas han sido insuficientes. Al estar en el centro, sus integrantes no son tan pobres como para recibir ayudas directas —sobre todo transferencias monetarias o subsidios en servicios públicos—. Muchos tampoco son tan ricos ni están inscritos en el sector formal de la economía como para acogerse a las medidas de apoyo a las micro, pequeñas, medianas y grandes empresas. De hecho, 54,4 por ciento de sus trabajadores son informales, según el Banco Mundial. Esto significa que ante una calamidad carecen de seguro de desempleo o médico o de recursos en los fondos de pensiones. Los ahorros apenas duran unos meses. Deben hacer malabares para subsistir.
Un equipo periodístico regional de nueve países y siete medios de comunicación elaboró un especial colaborativo que da testimonio de cómo millones de personas de la clase media se han adaptado a las realidades impuestas por las cuarentenas severas del comienzo y a las restricciones posteriores. En algunos casos reflejan su tránsito a las estadísticas donde se inscriben los más vulnerables.
Las proyecciones del Banco Mundial y de la Cepal coinciden en que durante el primer año de la pandemia cerca de 22 millones de latinoamericanos dejaron de ser clase media y pasaron a ser vulnerables o definitivamente pobres. Sin embargo, el Banco Mundial precisa que, al mismo tiempo, 17 millones de personas llegaron a los estratos medios, sobre todo por el programa de transferencias masivas y temporales entregadas por el Gobierno de Brasil. Es decir, en 2020 la caída neta fue de 4,7 millones de individuos.
Esa movilidad social descendente obedece en buena parte a la pérdida de empleos que, según los cálculos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 2020 afectó a 26 millones de personas en Latinoamérica y el Caribe. Otros disminuyeron sus ingresos porque les cambiaron las condiciones laborales o pasaron del sector formal al informal y, por ejemplo, empezaron a trabajar por cuenta propia.